lunes, 23 de enero de 2017

16.- LOS DIOSES... ¡QUÉ CHIQUILLOS!

"Canta, oh, diosa, la cólera del pélida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y envió al Hades a muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves y bla bla bla.."

Así empieza, como sabes, el primero de los cantos que componen esa obra tremenda que describe algunos episodios del asedio a Ilión por parte de un enjuague multitudinario de tribus, casas y estirpes aqueas lideradas por el más que discutible rey Agamenón.

Se trata, claro, de ése fantástico best seller de hace lo menos dos mil cuatrocientos años conocido como La Ilíada, de un tal Homero (aunque existen algunas dudas).

Ya sé que es de prosa espesa y construcción antigua (¡eh, que ése es uno de los méritos, no de los defectos!) y no es el tipo de texto, funcional como una percha y seco como un portazo, al que quizá estemos acostumbrados, pero si no lo has leído y consigues, pese a todo, meterte en harina con paciencia y la mente abierta -ya sabes, por el puro gustazo de leerlo- bueno, ésa será una de las mejores decisiones de éste nuevo año, no lo dudes. Y si ya lo leíste y te gustó (o no), pues que disfrutes recordándolo...

En cuanto al aspecto gráfico, decidí intencionadamente despojar a los dioses involucrados de cualquier aspecto ultraterreno o superpoderoso, dado que su comportamiento durante los hechos no tiene nada en absoluto que esté por encima de lo que podría esperarse de cualquiera de nosotros, tanto en lo bueno como en lo que, ejem,... no lo es tanto.

Y ahora, a ello...


1.
A petición del mosqueado Aquiles. su madre; Tetis, convence a Zeus -el que amontona las nubes- para que preste ayuda a los teucros (troyanos, para entendernos) buscando poner en apuros a Agamenon y al ejército aqueo...





2.
Unos cuantos tomas y dacas después, los bandos litigantes acuerdan una tregua, pero como en el fondo aquello no termina de satisfacer a dioses (siempre ávidos de reconocimientos, plegarias y hecatombes) ni a hombres (siempre dispuestos a regar con sangre y pavimentar con huesos el camino de la gloria), Atenea, la del dorado cabello, siguiendo instrucciones de su padre Zeus -el Crónida-, que seguía el dictado de su esposa Hera -de níveos brazos-,  se infiltra entre las filas teucras adoptando el aspecto de uno de los combatientes para incitar al hermoso y pánfilo Pándaro a romper la susodicha tregua mediante certera flecha, o saeta, dirigida contra el hermano de Agamenón; Menelao, aguerrido hijo de... Atreo. El proyectil es pulcramente disparado, y... ¡ups!




y 3.
Lejos de mejorar, la situación entre aqueos o argivos de hermosas grebas y teucros o troyanos domadores de caballos, se enquista o infecta de forma ciertamente endemoniada, salpicada de dimes y diretes, rencillas y venganzas que acaban por animar a unos motivados y sanguinarios dioses que, ni cortos ni perezosos, se arremangan las túnicas con entusiasmo más que dispuestos a patear humanos (no sin cierto riesgo personal, todo hay que decirlo, porque aunque inmortales por naturaleza sí pueden ser heridos cuando adoptan forma mortal).

Y aquí, de nuevo, Palas Atenea prepara sus  armas para el combate inminente, tras ella, el escudo de Zeus -sí, el Crónida que amontona nubes- fabricado por Efesto; el dios cojo de ambos pies, y conocido como la égida, con su cabeza de Medusa y todo.




Y de momento nada más, querido lector. Hala, que los dioses te sean propicios...

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